¿Amar es gastar o preservar?
El dilema del matrimonio
Santos Rejas Rodríguez
En mi anterior entrada de blog: Personas, personajes…y
un semáforo, te invité, lectora, lector, a escribir o idear un relato breve
sobre la frase que transcribo en el párrafo que sigue y mi ideación sobre ella.
«El matrimonio no es la culminación del amor, sino el
proceso de gastarlo».
La frase flotó en el aire en la sobremesa de un domingo
cualquiera, cuatro amigos de toda la vida, y alguien —nadie recuerdas quién— la
soltó con la naturalidad con que se toma el chupito de un trago.
—Gastarlo… —repitió Clara, arqueando una ceja—. Pues sí,
estoy de acuerdo. El matrimonio, la convivencia en pareja, desgasta. Al principio hay pasión… luego todo
se consume: la rutina, las discusiones pequeñas, la falta de novedad…
Javier, que lleva veinte años casado, respondió: —No lo
veo así. Para mí, «gastar» no es perder, es invertir. Es como usar esa prenda
querida: se desluce con el tiempo, sí, pero justo por eso está llena de
historia. Lo que gastas lo conviertes en parte de ti. El matrimonio es esa
convivencia diaria que transforma el amor en algo útil, real.
Teresa, la más joven, recién instalada con su pareja,
intervino con entusiasmo:
—Yo diría que gastarlo es aprovecharlo. Cuando compras un vino especial no lo
dejas guardado para siempre, lo compartes, lo bebes, lo disfrutas. El amor, si
no se gasta, se queda encerrado, intacto, pero muerto.
Clara sonrió con ironía: —O se evapora.
—O madura —replicó Javier—. El matrimonio no mata al
amor, lo transforma. Y ese «gasto» es su culminación, no su pérdida.
Y el silencio se convirtió en protagonista. La frase
había abierto una grieta: ¿es el matrimonio un desgaste inevitable que erosiona
el amor y termina con él o, al contrario, el escenario donde ese amor se gasta
en el mejor sentido, como un tesoro compartido?
Hay quienes reaccionan
con acritud: ¿cómo que gastarlo? Para ellos el matrimonio es la
prueba suprema de que el amor no se marchita, de que la pasión se convierte en
compromiso y el «para siempre» se cumple a fuerza de voluntad. Gastar, en esta concepción,
significa perderlo, y nadie quiere reconocer que su historia de amor se consume
día a día. Que se pierde en pura pérdida.
La otra forma de verlo es: el amor que no se gasta no
sirve. Guardar los sentimientos intactos, como un traje de gala que nunca
se usa, es condenarlos al olvido. El matrimonio es el escenario donde se «malgasta»
el amor en rutinas, discusiones absurdas, noches de cansancio, pero también en
risas compartidas, gestos de ternura y esa complicidad que sólo nace tras años
de convivencia. Gastar no es perder: es invertir, es poner el amor en
circulación.
Entonces, ¿Qué es peor: gastar el amor hasta que duela o
intentar conservarlo intacto hasta que muera de inanición?
Yo tengo, como cuarto contertulio, mi respuesta… ¿para ti, el matrimonio, la convivencia en pareja, gasta el amor o lo consuma?
Pues eso.

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