domingo, 29 de noviembre de 2015

RECUERDOS...

RECUERDOS…

Santos Rejas Rodríguez

Al pie de un contenedor de restos inútiles se exhibían, con cierto pudor, hitos de vida que la fotografía que ilustra lo aquí escrito testimonia.

El encuentro, hoy, de camino hacia mi casa, me ha traído a la memoria el final de un viaje en el que la persona compañera del mismo iba arrojando a la papelera cosas que había ido acumulando a lo largo del itinerario: planos y guías, llaves magnéticas de hotel, entradas de museos…-¿Tiras todo?, pregunté. -¡Sí! No me gusta guardar recuerdos. Luego no sé dónde ponerlos.

Yo sí guardo algunos y sé dónde ponerlos: En una caja. En ella se mezclan entradas de algún concierto (el primero de Les Luthiers…), monedas diversas, llaves que en su día abrieron puertas, un mechero de gastada mecha, servilletas de bar con anotaciones apenas descifrables, algún posavasos con cerco de copas sin sentido, piedras del camino, una hoja seca, un corazón partío… O sea, contenido que se ajusta a lo etiquetado en la tapa: ‘Sin valor ajeno’.





Con el rótulo quiero facilitar la tarea, ‘cuando llegue el difícil momento’, como canta Sabina, a quien tenga que depositarla en el contenedor de residuos más próximo.

Añado que, con el paso del tiempo, la caja de los recuerdos se ha ido reduciendo de tamaño. En el momento actual se puede denominar cajita. La causa: he ido guardando menos y sacando más. Cuando casualmente –es decir por una causa u otra- la he tenido que abrir, algunas prendas habían perdido su valor intrínseco como recuerdo: ¡no recordaba qué me tenían que recordar! ¡ay! Y entonces, sin el menor pudor ni la menor duda, han ido a parar a la papelera de los olvidos.


De las experiencias de mi presente, más o menos mediato,  no guardo brizna en caja alguna: O las conservo  vivas y procuro disfrutarlas en el día a día o, si no han merecido la pena, las olvido. Enteras y veras…

jueves, 12 de noviembre de 2015

Quereres...

Quereres…

Santos Rejas Rodríguez

Desde mi casa vi el programa realizado en la casa del invitado de  Bertín. En esta ocasión no ha sido en su casa, o sea: ni en su casa, la de Osborne; ni en la mía, la de Santos; sino en la de él, en la de Arturo Fernández, el galán hispano de ochenta y seis años cumplidos. 

La simpatía de ambos, presentador y presentado, no enmascararon sino que resaltaron, por contraste, algunos de los momentos en los que la nostalgia y el recuerdo afloraron. En concreto la rememoración del querer solapado que  tuvo Arturo por su padre y también viceversa. Querer de escasas palabras y pocas expresiones de afectos. Y, sin poderlo evitar, más bien como estímulo desencadenante, me trajeron a mi padre al lado del sillón que en ese momento yo ocupaba frente al televisor….

Y confluyo con Arturo en que, quizás porque los tiempos así lo modaban, o sea no era costumbre, que el hijo le dijera al padre un ‘te quiero’ ni tampoco recuerdo haber recibido esa expresión nunca de él. Explícitamente, me refiero, porque en los adentros yo sentía el querer de mi padre, profundo y sin límites, y también mis hondones se lo devolvían sino con la misma intensidad del entonces,  sí acrecentado en el ahora.



Otra cosa son los besos que no nos dimos. Entre hombres, entre padre e hijo, en encuentros y despedidas, los besos eran – y creo que siguen siendo- al aire de mejillas, como al desgaire, como un ‘te beso pero no’, aunque en el alma sean besos de hondo calado que la ‘hombría’ no quiere reconocer…


He tenido la suerte de que pude despedirme de  mi padre en vida y no verlo en muerte, por lo cual la imagen, todas las imágenes que conservo de él, siguen vivas. Por esa fortuna puedo seguir conversando con él en el vivir de cada día. Y puedo decirle un ‘te quiero’. Y darle un beso todos los días. Cada día…

jueves, 5 de noviembre de 2015

Del ánimo y ánima

Del ánimo y ánima

Santos Rejas Rodríguez

Hay días que el amanecer te atrapa los bajos del estado de ánimo o, por decirlo por Celtas Cortos: ‘A veces llega un momento en que/te haces viejo de repente/sin arrugas en la frente…

Hoy ha sido uno de esos días. Tras el desayuno tempranero el cuerpo me incitaba al retorno a la cama, aún tibia. Si Newton no hubiera desvelado los secretos de la gravedad, sin duda este habría sido mi momento de gloria. La aceleración que experimentó mi cuerpo en las proximidades de la cama me hubiera conducido a elaborar teoría y práctica. Resistí. Dos fueron las razones: Lo dicho, más o menos, por Einstein, de que la atracción es una ilusión, y mi prescripción para las bajuras de ánimo ajenas: la acción. La huida presurosa de entornos de semipenumbras y de misas de réquiem por muy de Mozart que sean.

El gimnasio abrió sus puertas automáticas con la premura de mi paso acelerado, intuyendo mis necesidades. Las bicicletas automáticas, sin embargo, no estaban por la colaboración: todas ocupadas. Me adentré sin dudarlo en la sala de speeding, a esas horas solitaria…hasta que empecé a pedalear. ¡Ostias, me dije, que no se acerque! Pero se acercó y habló en torrentera, traspasando los auriculares que me había embutido al verle llegar. Era el pesado y tocón que ya me había tocado en suerte días atrás. Y se puso a pedalear a mi vera. Con ímpetu, como cogiendo carrerilla hasta que, en un momento de enajenación, me gritó: ‘¡Arriba compañero!’ al tiempo que se izaba sobre los pedales y me sacudía una palmada en el costado.




Le miré. Me miró: Si en ese instante me hubiera dicho un ¿por qué si me miráis, miráis airado? Le meto…
En la cinta sin fin diluí en sudor la adrenalina y limpié los bajos oscuros.

Dando fin a un cocido a la madrileña recordé que, a mi descenso de la bicicleta, vi caer del bolsillo del colega una cajita. La habrá visto, me digo, al finalizar el pedaleo. Cafinitrina me pareció que ponía. O algo así…

PD.- La pérdida de la ‘cajita’ es una invención, pero seguro que las múltiples interpretaciones sobre la ocurrencia hará las delicias de los psicoanalíticos.


(A mi padre. Siempre presente en mi recuerdo. En el día en que hubiera sumado otro año…)