¿Qué daría? ¿Qué daríamos?
Santos Rejas Rodríguez
Hoy he caminado el Rastro madrileño. No las vías
principales de la Ribera de Curtidores ni plaza de Cascorro, no, que aún con
aforo restringido, rehúyo. He pateado los aledaños. Las callejuelas adyacentes
casi vacías de curiosos y de puestos de venta. Pequeños tenderetes con
variopinto género en oferta. En uno de ellos, desparramados, lo que son imanes
para mi persona: libros. Suele haber casi siempre alguno que me llama por mi
nombre. En esta ocasión una novela con su portada de diseño muy siglo pasado y
de título y autor en consonancia: El negro que tenía el alma blanca y Alberto
Insúa, respectivamente. Por supuesto que me suena el nombre del autor y su
novela llevada al cine. Película de la que solo recuerdo el título y que fue
una de las tantas que nutrieron el cine
en familia de la Plaza de Toros, a donde nos llevaban nuestros padres para
distraernos de los calores de la noche cacereña.
En esta ocasión no he adoptado la novela. En su lugar,
del mismo Insúa, me he decidido por la titulada Humo, Dolor, Placer
para hacer un estudio de trama y estilo del autor con vistas a mi futura deriva
literaria, que ya contaré algún día.
El germen «del alma blanca, cine familiar de Plaza
de toros y noches de verano cacereña», había prendido en mi adentro, aunque
no fui consciente hasta detenerme en otro tenderete en donde se exhibían unas
aventuras de El guerrero del antifaz, entre otras. El puesto estaba
solitario de curiosos. Únicamente el dueño.
Mi germen eclosionó. Apareció el kiosco de la plaza
mayor de Cáceres, cuando existía bandeja y arandel, y los domingos por la
mañana en él se ponía a la venta un nuevo ejemplar de ‘las aventuras y
tebeos’ de la época como los llamábamos entonces, cómics hoy.
—Sí, de las que me compraba mi padre con su periódico,
respondí.
Tras mi respuesta debí hacer mutis por el foro, y
abandonar el escenario del improvisado teatro. Pero no lo hice. La conversación
que mantuvimos a continuación sería larga y prolija de contar. Solo haré
referencia al final.
—«Mi padre era analfabeto, no sabía leer ni escribir.
De niño yo le leía algunas de estas aventuras y se le caían unos lagrimones
como puños». Posteriormente a esta confesión, el hombre, la mirada perdida en su
hondón, susurra: «—Amigo, no tengo casi nada en esta vida, pero lo que tengo lo
daría por volver a aquellos tiempos y seguir leyendo para él».