viernes, 23 de julio de 2021

Caminando veranos

 

Caminando veranos

Santos Rejas Rodríguez

Amanecía la mañana. El verano se hacía presente nada más asomarse el sol por el altozano.  Hasta el ocaso sería el protagonista. Había que aprovechar la fresca para aprovisionar de fruta y verdura la despensa para que madre estuviera contenta y la abuela no retoliqueara.  Me gustaba la tarea.  La recogida de frutos del huerto me hacía sentir su salvador, el que imposibilitaba su reseco  impidiéndoles cumplir con su destino. 

—¡Vamos, Loba!, invita mi padre como si la perra lo necesitara. Pasos adelante o detrás de él, según intuya que está necesitado de desbrozar el camino o resguardar su espalda, ahí estará ella, la Loba, nuestra perra, parte integrante de mi padre.

Mi padre también sabe lo innecesario del «¡vamos Loba!», expresión que brotó de su boca cuando era cachorra, alimentada según crecía y adoptada como latiguillo después.

En esta ocasión, como en tantas otras, eché a andar tras la pareja formando un conjunto disjunto.

Muchos años más tarde, con ocasión del resurgir de Loba en el recuerdo, confesé a mi padre que, de niño, en aquellos días de verano, sentía envidia de nuestra perra; que me habría gustado un «—¡Vamos, hijo!» al iniciar su camino para ir tras él al confín del mundo. Mi padre, mirándome desde adentro, respondió: «—¿Por qué no me lo dijiste, hijo?, lo habría dicho todas las veces sin faltar una».

El tiempo no me dio ocasión para hablarle de otras cosas que nunca le dije. De momentos que me hubiera gustado compartir con él y de otros en los que me sentí en abandono. A buen seguro que de haberlo hecho su respuesta habría sido idéntica: «—¿Por qué no me lo dijiste, hijo?» … O eso necesito creer.

Las preguntas sin hacer, las respuestas que no obtuve por no hacerlas, me siguen pesando como losa de granito encajada en el hondón, sin resquicio que permita introducir una palanca para izarla.

Las interrogaciones, no. Me acompañan el vivir como plaga de moscas tenaces, cojoneras del alma que machacan mi pensar sin descanso alguno: —¿Pretendías que adivinara tus deseos?, —¿Qué buceara en tu interior en busca de sentires? —Le dijiste ¿te necesito? O, iniciado su caminar, —¿aferraste su mano para ir a su vera? —¿No?

Cuando llego al final de las interrogaciones musito: —¡Vamos, Loba!

Y continuo mi caminar de vida y el regreso al rosario de preguntas y adivinanza de respuestas.

domingo, 18 de julio de 2021

¡Cosas de la calor!

 

¡Cosas de la calor!

Santos Rejas Rodríguez

Estaba leyendo el Pentateuco por ver si concentrado en su lectura olvidaba el deseo de poner el aire acondicionado cuando un moscardón distrajo mi tarea.

¿He escrito alguna vez que los sucesos se concatenan y que un eslabón solitario, en este caso la lectura de lo de Moisés, encuentra a otro perdido, moscardón, y este a un tercero hasta formar un rosario de despropósitos? Con toda seguridad que sí. Las personas mayores repetimos los dichos y, como al mismo tiempo, vamos perdiendo memoria, el resultado es repetir, olvidar y repetir. Cadencia originaria de la expresión: «por ahí viene el viejo cargante de los cojones», dicho en tono cariñoso…por los cojones.

No quiero perder el hilo de la narración de este suceso abriendo paréntesis, costumbre también de mayores, que hacen olvidar el principal y preguntar: «¿qué te estaba contando?», interrogación que deja fuera de juego al preguntado que no está haciendo ni puñetero caso ni al principal ni a los meandros.

Estaba en lo del moscardón que se hizo presente con su agradable runruneo interrumpiendo el intento de concentrarme en la lectura del texto sagrado.

Lo que tenía a mano para espantar al intruso era el mando de la televisión, tercero de los eslabones. Lo utilicé. La mala fortuna hizo que en lugar de atizar con él al bicho volador encendiera la televisión. Saben que cuando surge un estímulo visual y/o auditivo, o ambos como en este caso, atrapa la atención y la concentra en el acontecimiento novedoso.

No fui una excepción. Pentateuco y moscardón se esfumaron. En su lugar surgieron «los ellos», los expertos contertulios que todo lo saben, exponiendo las conclusiones científicas a las que habían llegado en sus investigaciones y pontificaban sobre «La influencia de los videojuegos en el sexo fluido», «los jóvenes criminales haciendo la ola», «¡políticos, al salón!» y otros temas que no tuve tiempo de escuchar porque silencié el aparato.

El cambio del Pentateuco por una novela negra, el aire acondicionado a 24 grados y el hipnótico soniquete del moscardón me sumieron en el sueño reparador que necesitaba mi cuerpo para superar el trauma televisivo.

Al despertar me dije: «¡Cosas de la calor!». Y escribí lo que antecede. Pues eso.