domingo, 15 de diciembre de 2019

Agua fría


Agua fría

Santos Rejas Rodríguez


Cuando un recuerdo brota de improviso y te pilla con la guardia baja, -o sin guardia alguna, lo que es peor- se humedecen los hondones y empapa hasta el alma.

Días pasados al abrir una caja que, en teoría, custodiaba negativos de fotografías de mis padres, escaparon de ella como si fuera la de Pandora, unos estuches de película rotulados «Santi Rejas», con mi letra de cuando yo era «Santi». Los acontecimientos suelen arracimarse. Casualidades, dirían hombres, y mujeres, de poca fe. Poco tiempo anterior a este acontecimiento un entrañable amigo me había «represtado» un escáner. Y sí, lo han adivinado: positivé los negativos.

Y allí estaba yo, en compañía de un amor que no ha tenido fecha de caducidad porque se trasmutó en imposible…



Vivir en el pasado, alimentarse de recuerdos, tiene tanto riesgo como el de aproximarse a un agujero negro: te engulle e impide continuar caminando la vida, aunque a veces lo sea a trompicones.

Salir de compras es el bálsamo de Fierabrás  de la sociedad de consumo que nos consume. Atempera soledades, reduce la ansiedad y mitiga penas. En falso, claro. Pero con un efecto inmediato salvífico. Desfibrilador.

No sé si por pulsión interna desconocida o porque mis hermanos están pateando el glaciar de Perito Moreno me decido a comprar una bufanda. Y con dos de ellas entre mis manos escuché la voz: «—Muy bonitas». La mujer me mira y sonríe. — ¿Cuál de ellas?, pregunto. «— ¿Para ti?». —Sí. 
Se acerca, dobla una y otra, las va poniendo bajo mi barbilla, mira…«—Esta me gusta más y te queda mejor». Y me explica, en español italianizado, la calidad del tejido y me encomienda que al lavarla lo haga a mano y con agua fría.

Me encamino hacia la Caja mientras ella, en unión de su pareja, continua las compras. Y pienso: ¿Porqué cuando una persona agradable, mujer, se cruza en el camino, y tiene unos ojos tan negros y profundos que si te adentras en ellos no podrías salir, siempre está acompañada? 

Pregunta retórica, claro, pero que me habría vuelto a conducir a un laberinto con salida en  nuevas compras de no ser porque, al girarme, la mujer de ojos negros y sonrisa contagiosa, al tiempo que dice adiós con su mano libre me recuerda: ¡Con agua fría, no te olvides!

Remedio que despierta un sonreír de adentro  y hace hueco para lo porvenir…

domingo, 17 de noviembre de 2019

De besos


De besos

Santos Rejas Rodríguez


Sus labios huérfanos de besos llamaron mi atención. Si la mirada hacia aquél rostro hubiera sido fugaz, al paso, la intranquilidad revestida de interrogaciones habría inundado la mañana y, a buen seguro, buena parte de esta tarde de domingo. Me preguntaría: ¿Serán labios no besados? ¿Nunca labios ajenos los han recorrido, aprisionado, acariciado? ¿Habrán sido sembrados con la semilla de la ternura? ¿Alimentados de amor?

Interrogantes que no tuvieron oportunidad de brotar porque, tras la barra circular de la cafetería que nos separaba, frente por frente, hallé respuestas. Su mirar a ninguna parte, quizás a su interior, permitió que la mía no fuera impertinente para escrutar su rostro con detenimiento.



Unas comisuras sin asomo de rictus ni amargura delimitaban su boca; el entrecejo carente de interrogantes y las mandíbulas relajadas evidenciaban la ausencia de desesperos inútiles. Y el «gracias», acompañado del destello de ojos, hicieron que sus labios esbozaran una sonrisa huérfana de besos del pasado...pero abiertos de esperanzas a los por venir.

Despejados mis interrogantes, apuré el vino de la copa y salí a caminar el frío de la mañana para rentabilizar la vacuna de la gripe.

martes, 15 de octubre de 2019

Acontecimientos encadenados


Acontecimientos encadenados


Santos Rejas Rodríguez


Hace años escribí por vez primera que hay acontecimientos que en ocasiones se arraciman. Un «no hay dos sin tres», o algo parecido. Surgen a capricho. Si los esperas al aguardo, como el cazador a su presa, se ocultan en sus madrigueras y pierdes lastimosamente el procesionar del día. Cuando menos lo esperas, como ha sucedido hoy, dos hechos sorprendentes se han concatenado y eclosionado a la par.

Al cortar el pan, una rebanada se ha caído al suelo. De modo mecánico la he recogido, besado e introducido en el tostador. Sin darme tiempo a procesar el hecho de haber besado al pan, rito olvidado desde la adolescencia, y como trueno que sigue al relámpago, mi voz principal interna, clara y alta, ha sentenciado: «en la vida tenías que haber sido gallero profesional», refiriéndose, sin duda, a mí mismo.

Si en mi formación académica  no hubiera estado incluido el estudio de las técnicas psicodinámicas, a buen seguro de que aquí hubiera finalizado el asunto. Pero los conocimientos que se adquieren no pueden obviarse. Así que, mientras mordisqueaba la tostada me pregunté: ¿habrá un mecanismo interno que explique estos aconteceres? ¿Una causa de las causas? ¿Un trauma de la infancia no resuelto?


Ignoro si el aroma del pan recién tostado o el del café recién hecho obraron de llave maestra. Lo cierto es que recordé que días antes se me metió en la cabeza, como mantra pegajoso, la canción de María Dolores Pradera en la que es protagonista don Luis Macarena, el coco (aunque trastoqué coco por cojo, sin ánimo de ofender). Resuelto el primer acertijo. El de gallero profesional, o sea…

Pero ¿y el beso al pan? Aquí debo de confesar que si no hubo intercesión divina estuvo al pie. Mis ojos se posaron en el taco del calendario que pende en la cocina, arranqué la hoja del día anterior y ¡eureka!, la respuesta: Santa Teresa. El santo que padres y hermanos celebrábamos como acontecimiento singular. El santo de Teresa, mi madre, la que siempre que se caía el pan, lo recogía y besaba. Rito que mantuvo mientras vivió.

Mientras depositaba los útiles del desayuno en el fregadero, decía: «madre, esto es lo que hay,  o sea, que te seguimos queriendo con la locura de siempre…y puede que yo no sea el peor». 

Y una lagrimilla se mezcló con la sonrisa del recuerdo.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

De olivos, sus aceitunas y otros frutos


De olivos, sus aceitunas y otros frutos

Santos Rejas Rodríguez

«Caminante no hay camino, se hace camino al andar», dice una letra antigua, anterior a las calzadas que pusieron los romanos ya que desde ese momento hicieron posible transitar menos penosamente.

Cuestión aparte es el transcurso del tiempo. Ese sí que lleva a vivir lo novedoso, emocionante, insospechado y…equivocado. Hay momentos en el caminar la vida, corte sincrónico lo llaman los lingüistas o historiadores, que lo vivido te parece correcto, ético, ajustado al sentir social y moralmente no reprochable. La equivocación te la ponen de relieve más adelante, en otro corte de vida. Y entonces, despiadadamente, aquellos que han sido iluminados por la verdad, te lo restriegan por la propia cara estando tu presente y te hacen ver lo inadecuado de la conducta de antaño…que, incluso, rozaba lo criminal.

Y voy al ejemplo del hecho que me aqueja. Siendo yo niño, mi padre, para hacerme vivir la dureza de las labores del campo, me llevó a la recogida de aceituna. Allí, mezclado con los olivareros y él mismo, fui testigo del vareo, meneo y ordeño de los olivos con el fin de despojarlos del fruto de sus preñadas ramas. Participé, lo confieso, en algún vapuleo y ordeño. Con desgana, sí, pero fui connivente.



Entonces no era consciente, ni quizás lo fueran quienes acolitaba, que estaba violentando a unos organismos vivos, sufrientes y sufridos. Yo era un niño de los de entonces, si hubiera sido de los de ahora habría dicho que fuera a la recogida de aceitunas su puñetera madre, y no solo por la violencia ejercida, sino por aquellos fríos de las madrugadas de noviembre que te congelaban desde las manos hasta el forro de los huevos, con perdón.

Me arrepiento, con contrición, o sea con el propósito, firme, de que en adelante las aceitunas, sevillanas o aragonesas, en el plato, con un buen vino fino o del Vero…y donadas voluntariamente por sus progenitores. Los olivos.

Tibi gratias ago Deo por hacer consciente mi inconsciencia de aquellos tiempos o, como leí no sé dónde: «El tiempo pone a cada bala en su sien».

Pd. Una curiosidad, aceituneros altivos, ¿De quienes son los olivos? ¿Y las aceitunas?

sábado, 27 de julio de 2019

Tarde de verano


Tarde de verano

Santos Rejas Rodríguez


¿Los adolescentes de hoy se ponen nerviosos y expectantes cuando tienen una cita? ¿La ansiedad invade su espacio mental sin piedad ni tregua? ¿La impaciencia va conquistando terreno poquito a poco  como un Napoleón invasor? Me refiero, claro está, a  un encuentro con quien ha despertado un interés especial que hace única a la persona de la cita.

El recuerdo de las horas que mediaban hasta  culminar mi cita quinceañera aun levantan ampollas…virtuales ahora, sí, pero no por eso dejo de sentir un estremecer agridulce en los hondones, reflejo de la carne viva de entonces. ¡Ay, adolescencia! Me refiero a aquella. Ahora no lo sé, y de ahí mis interrogantes iniciales.




¿Se pierde la capacidad de soñar tras la adolescencia? ¿Se adormecen ilusiones cuando se crece en años? ¿Es el resultado por haber dejado de alimentar al alma, o como se llame el órgano del sentir,  con sueños e ilusiones?

Puede, me digo,  que sin una ilusión, sin un «pellizco» en los interiores, sin ingenuas mariposas revoloteando por espacios indetectable a resonancias ni rayos x, se puede vivir pero ¿existir?

…Pues eso, que el largo y cálido verano, como en aquellos entonces, puede que siga abriendo puertas a encuentros que hacen olvidar los calores del día y soñar amaneceres.

lunes, 18 de febrero de 2019

Caducidad

Caducidad

Santos Rejas Rodríguez


El aroma de vela apagada al soplo llega hasta mí.

Tras un largo periodo de ausencia, y motivado sin duda por el anuncio de inminentes lluvias, me he decidido a ocupar una mesa soleada. La terraza, semivacía a esta hora, se extiende bajo unos pinos centenarios cuyas copas atenúan los rayos solares al tiempo que dan refugio a aves cagonas que pueden arruinar la placidez del momento. Es el precio a pagar, y lo asumo.
En este escenario suelo aislarme del entorno ensimismado en un no sé qué interno pese a que en lo externo me ocupo de una lectura sobre Praga y sus lobos de allá por los albores de la guerra de los treinta años. En un momento inconcreto,  como al descuido, se cuela hasta mí «el aroma de vela apagada al soplo».
Llevo la copa hasta los labios para, escudado tras ella, mirar en rededor. Una mujer ha ocupado la mesa próxima. Demoro el beber para hacer durar el mirar. ¿Será ella quien desprende el olor a cera quemada? Sin darme tiempo a responder, pese a estar tan próximo a mí mismo, me llega la frase que ella acaba de musitar a su teléfono móvil, muro de lamentaciones universal: «Me ha dejado de querer. Y se ha ido…».


 Abandono la terraza. No tengo la menor duda de que la mujer es la vela que desprende el aroma a pabilo humeante, a candela apagada al soplo de aire frío.

El amor, el querer ¿tiene fecha de caducidad?  ¿Genérica o individual? ¿Se deja de querer, de amar, para siempre? ¿Puede repararse?  Y en ese caso ¿Será muy costosa la reparación? ¿O queda inservible como un microondas o una nevera? ¿Y el dejado de querer,  puede seguir viviendo sin ser querido?
Al llegar a casa me doy cuenta que con tanto interrogante he olvidado comprar el pan. Sniff.

viernes, 8 de febrero de 2019

Decisiones


Decisiones de amor…

Santos Rejas Rodríguez


Hace unos días, y contra todo pronóstico, murió Isabel. Y escribo contra todo pronóstico porque se hizo merecedora de la inmortalidad tras hacer frente a una viudedad temprana y el cargo de una prole numerosa a la que fue sacando,  sin descanso ni desfallecimiento, a dentelladas en ocasiones, a todos y cada uno de sus componentes de la nada al esplendor de la vida.

En la puerta hacia la eternidad, en la soledad del habitáculo aséptico, haciendo gala una vez más de su entrañable tozudez, de no doblegarse a voluntades ajenas, hurtó sus últimos alientos a aquellos que dijeron saber el día y hora del apagón de la pila de su vida.

Porque ella había decidido que el suspiro final fuera coincidente con el parir, años atrás, a una de sus hijas, a Maribel, mi hermana del alma, para que así guardara el recuerdo de que su madre la acompañó en ese día, y ya por siempre, en esa fecha señalada de amor, de protección y porque no decirlo, de supervisión, estaría presente.

La vida, ese parir lleno de amor y esperanza de que se siga insuflando y extendiendo hasta el infinito… y más allá.




Adiós Isabel, hasta el reencuentro en la eternidad de la que procedemos y a la que retornamos tras caminar la vida, a la carrera unas veces, a trompicones otras y, en ocasiones,  como si no hubiera un mañana…que lo hay.