Caducidad
Santos Rejas Rodríguez
El aroma de vela apagada al soplo llega hasta mí.
Tras un largo periodo de ausencia, y motivado sin duda por
el anuncio de inminentes lluvias, me he decidido a ocupar una mesa soleada. La
terraza, semivacía a esta hora, se extiende bajo unos pinos centenarios cuyas
copas atenúan los rayos solares al tiempo que dan refugio a aves cagonas que
pueden arruinar la placidez del momento. Es el precio a pagar, y lo asumo.
En este escenario suelo aislarme del entorno ensimismado en
un no sé qué interno pese a que en lo externo me ocupo de una lectura sobre
Praga y sus lobos de allá por los albores de la guerra de los treinta años. En un momento inconcreto, como al descuido, se cuela hasta mí «el aroma de vela apagada
al soplo».
Llevo la copa hasta los labios para, escudado tras ella,
mirar en rededor. Una mujer ha ocupado la mesa próxima. Demoro el beber para
hacer durar el mirar. ¿Será ella quien desprende el olor a cera quemada? Sin
darme tiempo a responder, pese a estar tan próximo a mí mismo, me llega la
frase que ella acaba de musitar a su teléfono móvil, muro de lamentaciones
universal: «Me ha dejado de querer. Y se ha ido…».
Abandono la terraza.
No tengo la menor duda de que la mujer es la vela que desprende el aroma a pabilo
humeante, a candela apagada al soplo de aire frío.
El amor, el querer ¿tiene fecha de caducidad? ¿Genérica o individual? ¿Se deja de querer, de
amar, para siempre? ¿Puede repararse? Y
en ese caso ¿Será muy costosa la reparación? ¿O queda inservible como un
microondas o una nevera? ¿Y el dejado de querer, puede seguir viviendo sin ser querido?
Al llegar a casa me doy cuenta que con tanto
interrogante he olvidado comprar el pan. Sniff.