lunes, 18 de febrero de 2019

Caducidad

Caducidad

Santos Rejas Rodríguez


El aroma de vela apagada al soplo llega hasta mí.

Tras un largo periodo de ausencia, y motivado sin duda por el anuncio de inminentes lluvias, me he decidido a ocupar una mesa soleada. La terraza, semivacía a esta hora, se extiende bajo unos pinos centenarios cuyas copas atenúan los rayos solares al tiempo que dan refugio a aves cagonas que pueden arruinar la placidez del momento. Es el precio a pagar, y lo asumo.
En este escenario suelo aislarme del entorno ensimismado en un no sé qué interno pese a que en lo externo me ocupo de una lectura sobre Praga y sus lobos de allá por los albores de la guerra de los treinta años. En un momento inconcreto,  como al descuido, se cuela hasta mí «el aroma de vela apagada al soplo».
Llevo la copa hasta los labios para, escudado tras ella, mirar en rededor. Una mujer ha ocupado la mesa próxima. Demoro el beber para hacer durar el mirar. ¿Será ella quien desprende el olor a cera quemada? Sin darme tiempo a responder, pese a estar tan próximo a mí mismo, me llega la frase que ella acaba de musitar a su teléfono móvil, muro de lamentaciones universal: «Me ha dejado de querer. Y se ha ido…».


 Abandono la terraza. No tengo la menor duda de que la mujer es la vela que desprende el aroma a pabilo humeante, a candela apagada al soplo de aire frío.

El amor, el querer ¿tiene fecha de caducidad?  ¿Genérica o individual? ¿Se deja de querer, de amar, para siempre? ¿Puede repararse?  Y en ese caso ¿Será muy costosa la reparación? ¿O queda inservible como un microondas o una nevera? ¿Y el dejado de querer,  puede seguir viviendo sin ser querido?
Al llegar a casa me doy cuenta que con tanto interrogante he olvidado comprar el pan. Sniff.

viernes, 8 de febrero de 2019

Decisiones


Decisiones de amor…

Santos Rejas Rodríguez


Hace unos días, y contra todo pronóstico, murió Isabel. Y escribo contra todo pronóstico porque se hizo merecedora de la inmortalidad tras hacer frente a una viudedad temprana y el cargo de una prole numerosa a la que fue sacando,  sin descanso ni desfallecimiento, a dentelladas en ocasiones, a todos y cada uno de sus componentes de la nada al esplendor de la vida.

En la puerta hacia la eternidad, en la soledad del habitáculo aséptico, haciendo gala una vez más de su entrañable tozudez, de no doblegarse a voluntades ajenas, hurtó sus últimos alientos a aquellos que dijeron saber el día y hora del apagón de la pila de su vida.

Porque ella había decidido que el suspiro final fuera coincidente con el parir, años atrás, a una de sus hijas, a Maribel, mi hermana del alma, para que así guardara el recuerdo de que su madre la acompañó en ese día, y ya por siempre, en esa fecha señalada de amor, de protección y porque no decirlo, de supervisión, estaría presente.

La vida, ese parir lleno de amor y esperanza de que se siga insuflando y extendiendo hasta el infinito… y más allá.




Adiós Isabel, hasta el reencuentro en la eternidad de la que procedemos y a la que retornamos tras caminar la vida, a la carrera unas veces, a trompicones otras y, en ocasiones,  como si no hubiera un mañana…que lo hay.