sábado, 25 de marzo de 2017

De la memoria y tal...

De la memoria y tal…

Santos Rejas Rodríguez


Cuando puedo, que suele ser cinco días a la semana, acudo a un gimnasio. No para cometer excesos, que no: cinta corredora, bicicleta, pesas… ejercicios para castigar gemelos, abductores, bíceps, dorsales…abdominales no, por si las hernias, que dicen son muy dañinas y costosas de mantener. En menos de dos horas dopado y el almacén lleno de endorfinas.

Mi sala de ejercicios se rotula ‘De musculación’, aunque es evidente que se permite el acceso sin estar musculado. En otra vecina a ella, a las órdenes de un monitor, grupos de personas hacen ejercicios. Pilates, creo. La edad media de los gimnastas debe rondar los ochenta años con una desviación típica de cinco puntos, más o menos. Atreverse a practicar a esas edades los movimientos que he visto realizan es digno de elogio… y moderada preocupación. Existen desfibriladores en el Centro.

Uno de los días, al finalizar mi entrenamiento, coincidí en la zona de las taquillas roperas con los usuarios de Pilates. Pude observar que más de una persona iba probando la llave en diferentes casilleros hasta dar con la suya. Una de las comprobadas fue la situada junto a la mía: ‘-No recuerdo el número de mi taquilla’, me dijo. ‘–Cosa de la edad’, añadió.



Por mi natural timidez, la desgana en hacer nuevas amistades y, lo que es más importante, desconocer la profundidad del charco en que puedes meterte, respondí con una media sonrisa y gesto ambiguo, de los que no dicen nada ni a favor ni en contra.

 Pero mi curiosidad, escasa por lo general, se despertó. Procuré coincidir con el grupo observando que, en todas las ocasiones, más de uno de sus componentes buscaba el almacenaje de sus enseres  probando la llave en diversas taquillas hasta dar con la suya. ¿Pérdida de memoria? ¿Olvidos por la edad?

Una conclusión precipitada diría que sí. Pero mi estudio empírico tenía más alcance. A lo largo de la investigación pude constatar que ninguno de los pilateros olvidó retirar la moneda depositada en el casillero de la taquilla. Nunca jamás. Ni uno. ¿Un euro despierta la memoria más recalcitrante? ¿O es la atención la que la espabila? ¿Prestando atención al elegir taquilla se recordará después el número de la misma?

En otra ocasión hablaremos de la atención y la memoria. Una pareja que, como todas las de la vida, hay que cuidarla. La una de la otra y viceversa. Con mimo y cariño. De ese modo, quizás, no cabrá la duda sobre la llave que la abre… o la cierra. Y posiblemente sin euros por medio… ¿O sí? Uf, en menudo charco me acabo de meter.

domingo, 12 de marzo de 2017

Un guiño

Un guiño


Santos Rejas Rodríguez


Con sus piernas como un par de palillitos, pelo Françoise Hardy, ojos lánguidos y catorce o camino de quince años, incomprensibles para un muchacho adolescente  pero que sí siente cómo  algo se derrite por dentro al mirarla…

En esa edad de amores imposibles, cuando el mundo se parte por la mitad si Ella  no te ha mirado al cruzarse en el camino; camino en el que fugazmente coincides tras un tiempo de espera al aguardo para encontrarla ‘casualmente’., En esa edad, repito: ¡Cómo se sufre al partirse en tantas ocasiones el alma y en tantos pedazos que se piensa nunca más podrán recomponerse.

Después la vida se hace adulta. Se van tapando resquicios para impedir que por alguno de ellos se cuele un amor que haga sufrir. La adolescencia, sea a tiempo o tardía, se ha alejado hasta un punto tan de infinito que produce sensación de resguardo.

Asentado bajo el cielo protector de la madurez ya esperamos un discurrir de la vida ausente del dolor punzante, la falta de oxígeno, el tiempo inacabable para volverla a ver y hundirte en sus ojos, oír su voz, escuchar su risa o sentir el latido de su mano en la propia…



Falsa pretensión. Fracaso de las defensas del sentir. De repente la vida, con ojos de mujer en este caso, te hace un guiño y vuelta a empezar: ¿Al amor? Sí. ¿Al sufrir? También. ¿Tan imposibles y dolorosos? O más...

¿Hay antídoto? ¡Uf, vaya pregunta! Mejor lo dejamos aquí…

martes, 7 de marzo de 2017

Protectores

Protectores

Santos Rejas Rodríguez


-¡Qué serio eres, hijo! soltó al mirarme.
–Las apariencias engañan, me vino la respuesta a la mente, que no a la boca. Contención verbal  fruto del andar la vida. El gesto serio de la cara ha sido, y seguirá siendo hasta el final del trayecto, mi protector de pantalla.  ¿Defensor de la intimidad, del recoveco vulnerable a las intromisiones ajenas, simple resguardo de  timidez? O quizás al ADN. Puede que en algunos de sus segmentos se ha agazapado el gen de un bisabuelo de apariencia adusta que la utilizó como mecanismo de defensa de no se sabe qué.

En horas próximas a la madrugada debatía con mi hijo pequeño los nuevos procesos de socialización a través de las redes sociales. Defendía él que las relaciones que se establecen a través de este medio –con todas las cautelas precisas- son más rápidas y sinceras que las del cara a cara porque el interlocutor está desprovisto del revestimiento físico que obra de escudo protector y que, además, puede generar  rechazo a primera vista sin siquiera intercambiar palabra alguna.



Recordé, como similitud,  alguno de los interminables viajes en tren de mi juventud…y más allá, en los que a algún desconocido, desconocida casi siempre, hacía partícipe –y también viceversa- de intimidades que a los allegados jamás hubiéramos desvelado. Y todo porque en llegando a la estación de destino  nunca volveríamos a encontrarnos, retornando cada cual  a su caparazón cotidiano para seguir con el proceso de socialización al uso.

-¡Qué serio eres, hijo!

-Pero sin ropa gano mucho.

Y sonreí.