Intrascendencias de verano (1)
Santos Rejas Rodríguez
Dos hombres ocupan una de las mesas de la primera línea del
mirador al mar. Llama mi atención su hablar pausado, nutrido por silencios
entrecortados. El ritmo me hace imaginar el balanceo de un barco: ora a babor,
ora a estribor, surcando un mar en calma. Seguro, me digo, han sido pescadores…de
bacalao…en heladoras aguas del Ártico…
Tienen ante sí, equidistante, una botella de vino blanco más
que mediada, lo que me hace sentir pudor al solicitar un zumo de naranja, pero
el largo paseo orilla del mar y lo temprano del día, las diez de la mañana, no
me motiva a ingerir alcohol.
Su idioma, ininteligible, expande aromas nórdicos, de
vikingos viejos, que unido al colorido de su piel, rosácea, y al cobrizo
entrecano de cabello y barba, me reafirma su condición marinera por aguas insondables,
alejadas de este Mediterráneo de chapoteo.
Finalizamos a un
tiempo las bebidas. Ellos su vino. Yo el jugo de naranja. La camarera deja
sobre mi mesa la cuenta y en la de ellos un barreño cumplido de botellas de heladas
cervezas y una fuente de lonchas de jamón.
Tentaciones me entran de unirme al dúo al son de «Háblame
del mar, marinero…» pero no soy Marisol cantando la copla y temo ser mal
interpretado…con el añadido de que, sino rudos, si parecen recios. Y fornidos.
Así que fuime por donde vine. Por la mar, claro.