Bien entrada la mañana del domingo, Mario
Conde, en uno de sus tuit, hacía mención a ‘memoria, recuerdo y olvido’. Su
intervención me ha hecho recurrir a la memoria…de mi ordenador. Y he rescatado
un artículo que escribí en un agosto caluroso del 2.004, y que no me resisto a
transcribir.
‘Recuerdos
OLVIDAMOS porque debemos olvidar ‘es el título
de un libro que atrajo mi atención todo el tiempo que estuvo en el escaparate
de la librería donde se lo tropezó mi vista. Es un titulo que me hizo, y ha
hecho, pensar en numerosas ocasiones de mi vida. Ni lo he leído, ni nunca sentí
la curiosidad de adentrarme en sus páginas, quizás por temor de que su
contenido no tuviera nada que ver lo por mi pensado.
En mi concepción aquello que olvidamos es
porque no ha merecido (armar parte de nuestros recuerdos o nuestra mente lo ha
arrojado al olvido por insoportable (eludo, claro está, hablar de ese alemán
travieso que, a partir de una edad, nos esconde palabras cuando las
necesitamos).
Pues bien, ahora un sabio israelita dice
haber conseguido la fórmula para borrar recuerdos a voluntad. El interesado le
expone la secuencia de fotogramas almacenados y dice: 'del mil novecientos al
dos mil cincuenta, bórremelos...'Y va y te los elimina. En una película, de
cuyo título no logro acordarme, uno de los personajes explicaba a Charles
Laughton que se había inventado una máquina que separaba la clara de la yema, y
el flemático inglés respondía: ¿y cree usted que es conveniente?'. Empleamos
gran parte del tiempo, de la vida, en formar nuestros recuerdos. Los que
permanecen son, quizás, los que forman parte de la esencia misma de nuestro yo,
los que conforman la personalidad ahormada, como conjunto. ¿Qué pasará si los
disgregamos? Y, sobre todo, ¿a dónde irán los huérfanos eliminados?’(Diario HOY, 24 de agosto del 2004)
Han
pasado diez años. Sigo pensando igual que entonces. Quiero ser dueño de mis
recuerdos, de aquellos que mi mente, en defensa propia, haya almacenado.