La risa…
Santos Rejas Rodríguez
El vehículo que
me precedía aceleró dejándome en la primera posición de salida para cuando el
semáforo retornara a su verde permisivo. Fregona en mano se aproximó veloz. Al
tiempo en que me apresuraba en bajar la ventanilla le hice señas negativas.
Inútil. Estampó la bayeta empapada sobre el parabrisas: ¡He dicho que no!
Vociferé sacando medio torso. –No se ‘inrrite’ usted hombre, que con la edad
que tiene puede darle argo malo, me respondió con naturalidad y sin detener su
tarea. Tras un instante de desconcierto en el que me dije: ¡qué gracioso... el
hijo puta! en connotación cariñosa andaluza, en una de cuyas ciudades se
desarrolló el suceso, surgió la risa. Y la risa inhibió el cabreo, disfruté de
la limpieza, le di una generosa propina…y las gracias.
La risa.
Reductora de ansiedades. Generadoras de paz interna. Productora de endorfinas y
benéfica para el sistema inmunológico del cuerpo y espíritu. Pero tan veleidosa
y esquiva…
Porque la risa no
es como el sol, con su hora de amanecer y atardecer, con bruma o nubes espesas
que pueden ocultarlo, pero sabes que está. La risa no tiene hora. Si hay
claroscuros no se deja intuir ni siquiera en su forma más tenue de sonrisa.
Aparece en los tiempos de vino y rosas, pero cuando el vino se convierte en
alcohol de quemar o los pétalos dejan al aire las espinas, su paradero es
desconocido.
Y en los atardeceres llenos de ausencias irrecuperables se enroca
en lugares del inconsciente que ningún Freud puede alcanzar.
Quizás por esa
huida, aprovechando su vacío, desde el confín del atardecer de mar, se cuela
una vocecilla, tenue en principio pero creciendo conforme se aproxima hasta que, sin
perder su cualidad de brisa suave, musita: ¡hoy daría yo la vida por tenerte
aquí!
(Atardecer de
verano en una cala perdida del mar de Peñíscola)
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