La lanza, la adarga... y el inconsciente.
Santos Rejas Rodríguez
Abro el Quijote con ojos recién frotados,
y, puestas las gafas de Amenábar, releo
el famoso inventario de armas: «hidalgo de lanza en astillero, adarga
antigua, rocín flaco y galgo corredor» y, claro, el psicoanalista que todos
llevamos dentro se me altera y da un respingo.
¿Lanza en astillero? Freud, ¿en qué pensabas cuando lo leíste?
Con la cantidad de metáforas fálicas que rastreaste en sueños, mitos y
cigarrillos (que para ti no era sólo un cigarrillo), ¿Cómo es posible que se te
pasara la lanza más célebre de la literatura española? Quizás, doctor, hojeaste
el Quijote a orilla del Danubio, te quedaste dormido en la
segunda venta, o decidiste que el hidalgo manchego era un loco a un paso más
allá del psicoanálisis y la interpretación.
Y luego está la adarga antigua, ese escudo
ovalado que algunos especialistas aseguran tenía forma de corazón. ¿Un
caballero armado con un falo en reposo y un corazón a modo de parapeto?
Cervantes parece haber escrito ¿sin saberlo? el primer manual ilustrado de
psicodinámica: pulsión y defensa, deseo y angustia… Eros y Tánatos cabalgando
sobre Rocinante.
De ahí surge la pregunta incómoda: ¿y si Cervantes, entre
cautiverios y molinos, se permitía una orientación, simbólica, hasta Amenábar
inadvertida? No hablamos de inclinaciones carnales —que eso a la Inquisición no
le hacía ninguna gracia—, sino de una orientación estética y erótica que se
filtra entre las rendijas del humor y la parodia. Don Quijote no sólo lucha
contra gigantes: lucha contra su propia represión, con esa mezcla de orgullo
viril y melancolía que hace de cada carga un episodio tragicómico.
En resumen: quizá no sea descabellado pensar que,
mientras Freud se entretenía interpretando esfinges griegas y complejos
edípicos, Cervantes ya nos había dejado, con sorna y polvo manchego, la
radiografía de un inconsciente caballeresco armado con lanza simbólica y coraza
sentimental.
Y remato: si Freud hubiera leído el Quijote con
la misma pasión con que analizaba los sueños húmedos de sus pacientes, se
habría ahorrado muchas horas de diván vienés y probablemente media biblioteca
de interpretaciones. Pero claro, no lo hizo. Y esa es la verdadera locura: que
cuatro siglos después, gracias a Amenábar, hablemos del inconsciente freudiano y descubramos
que Cervantes ya lo había cabalgado, lance en ristre, mucho antes.
Por cierto, también cabalgaba por esos campos de Dios, Sancho
Panza. En burro, claro, que asimismo se hace camino. Pero ese puede ser otro descubrimiento.
Pues eso.
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