martes, 16 de septiembre de 2025

La lanza, la adarga... y el inconsciente.

 

La lanza, la adarga... y el inconsciente.

Santos Rejas Rodríguez

Abro el Quijote con ojos recién frotados, y, puestas las gafas de Amenábar,  releo el famoso inventario de armas: «hidalgo de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor» y, claro, el psicoanalista que todos llevamos dentro se me altera y da un respingo.

¿Lanza en astillero? Freud, ¿en qué pensabas cuando lo leíste? Con la cantidad de metáforas fálicas que rastreaste en sueños, mitos y cigarrillos (que para ti no era sólo un cigarrillo), ¿Cómo es posible que se te pasara la lanza más célebre de la literatura española? Quizás, doctor, hojeaste el Quijote a orilla del Danubio, te quedaste dormido en la segunda venta, o decidiste que el hidalgo manchego era un loco a un paso más allá del psicoanálisis y la interpretación.

Y luego está la adarga antigua, ese escudo ovalado que algunos especialistas aseguran tenía forma de corazón. ¿Un caballero armado con un falo en reposo y un corazón a modo de parapeto? Cervantes parece haber escrito ¿sin saberlo? el primer manual ilustrado de psicodinámica: pulsión y defensa, deseo y angustia… Eros y Tánatos cabalgando sobre Rocinante.



De ahí surge la pregunta incómoda: ¿y si Cervantes, entre cautiverios y molinos, se permitía una orientación, simbólica, hasta Amenábar inadvertida? No hablamos de inclinaciones carnales —que eso a la Inquisición no le hacía ninguna gracia—, sino de una orientación estética y erótica que se filtra entre las rendijas del humor y la parodia. Don Quijote no sólo lucha contra gigantes: lucha contra su propia represión, con esa mezcla de orgullo viril y melancolía que hace de cada carga un episodio tragicómico.

En resumen: quizá no sea descabellado pensar que, mientras Freud se entretenía interpretando esfinges griegas y complejos edípicos, Cervantes ya nos había dejado, con sorna y polvo manchego, la radiografía de un inconsciente caballeresco armado con lanza simbólica y coraza sentimental.

Y remato: si Freud hubiera leído el Quijote con la misma pasión con que analizaba los sueños húmedos de sus pacientes, se habría ahorrado muchas horas de diván vienés y probablemente media biblioteca de interpretaciones. Pero claro, no lo hizo. Y esa es la verdadera locura: que cuatro siglos después, gracias a Amenábar,  hablemos del inconsciente freudiano y descubramos que Cervantes ya lo había cabalgado, lance en ristre, mucho antes.

Por cierto, también cabalgaba por esos campos de Dios, Sancho Panza. En burro, claro, que asimismo se hace camino. Pero ese puede ser otro descubrimiento.

Pues eso.

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