domingo, 7 de septiembre de 2025

Esperanza de vida y más allá

 

Esperanza de vida y más allá

Santos Rejas Rodríguez

Hace unos días, Putin y Xi Jinping se pusieron a fantasear con la idea de vivir 150 años. Y lo dijeron tan campantes, como quien comenta que piensa renovar el coche. Los científicos, menos dados a la ciencia ficción y más al método, ya se han encargado de ponerlos en su sitio: el límite humano está, con suerte, en los 110 o 115 años. La persona más longeva registrada, Jeanne Calment, murió con 122 y, desde entonces, o al menos a mí no me consta, nadie ha batido su marca. O sea, que de momento seguimos siendo mortales con fecha de caducidad.

España, mientras tanto, juega en otra liga. Aquí no necesitamos experimentos futuristas para presumir de longevidad: en 2023, la esperanza de vida fue de 83,7 años, con las mujeres rozando los 86,3 y los hombres quedándonos en 81,1 (seguimos empeñados en conducir como si fuéramos inmortales). En la Comunidad de Madrid incluso se superan los 86 años, demostrando que uno puede sobrevivir a los atascos, la contaminación y la política regional (je, je).

Las proyecciones del INE dicen que hacia 2050 llegaremos a rozar los 90 años. Un tercio de la población tendrá más de 65 y eso obligará a repensar el modelo de pensiones, los cuidados… paliativos y hasta la idea misma de jubilación. ¿Qué sentido tiene jubilarse a los 67 si la expectativa es seguir en pie otros 25? Habrá cola, más aún,  en el ambulatorio, pero no en la cola del paro…y estaremos demasiado ocupados cuidando a nuestros nietos o a nuestros bisnietos.



Y ahora voy al verdadero asunto de esta digresión: ningún informe estadístico recoge lo que realmente da miedo al ser humano, yo entre ellos, que no es cuánto dura la vida, sino cuánto dura la muerte.

Y sobre eso, INE incluido, nadie tiene datos. Parece que la muerte es una condición bastante estable y, para más inri, extremadamente larga. Y eso sí que me acongoja: vivir cien años puede ser cansado, pero estar muerto… eso sí que parece una eternidad sin escapatoria ni buzón de reclamaciones.

En resumen: ahora mismo sabemos que la muerte dura mucho,  eternamente se dice, pero eternamente es una palabra que hemos inventado los humanos para calificar aquello que no sabemos lo que dura, como el infinito, del que ya dijo Einstein que está mucho más lejos de lo que pensamos; y como el universo, que a telescopio nuevo vemos que está más adelante...más allá.

Quizá por esta razón nos obsesionamos tanto con alargar la vida: no por amor a ella, sino por puro pánico a esa postdata interminable que nos espera al final.

Pues eso.

Pd. Desde Cáceres, desde el ventanal de mi casa contemplando la Montaña, con amor eterno.

lunes, 1 de septiembre de 2025

De percha, pantalón y manías.

 De percha, pantalón y manías.

Santos Rejas Rodríguez

¿Se puede coger manía a objetos inanimados? ¿Son tan inanimados como creemos? Respuesta afirmativa para la primera interrogante y muchas dudas razonables para la segunda. Lean y opinen.

Dicen que las peores tragedias no ocurren en la calle, sino en silencio, detrás de una puerta cerrada. La que sigue, por ejemplo, se consumó en el armario. Los protagonistas: un pantalón de pinzas, elegante, beige y una percha de plástico barato, de las del todo a cien de antes.

Era la cuarta vez que encontraba al pantalón en el suelo, con las perneras abiertas como alas rotas, mirando al techo con esa expresión arrugada que solo tienen los cadáveres textiles.

Yo me preguntaba si la percha lo había dejado caer por pura negligencia o si el pantalón, viviendo la relación como tóxica, se había arrojado al vacío en intento suicida.

La bufanda declaró en rueda de armario: —Esto no ha sido un accidente. Aquí hay alevosía.

El cinturón, en cambio, insinuaba que el pantalón llevaba tiempo deprimido:
—No soportaba la altura y decía que el aire de la balda le resecaba la tela.

Fuera cual fuera la verdad, yo terminaba siempre igual: recogiendo al descendido, sacudiéndole el polvo y devolviéndolo a su colgador.

Hasta que un día, confieso, me harté. Cogí la percha, la doblé con mis propias manos y la arrojé al cubo de basura: —¡Me tenías hasta los huevos! —grité.

El pantalón volvió a colgar, esta vez de una percha de madera maciza. Y aunque parecía más tranquilo, yo no podía dejar de pensar que, en el fondo, había algo turbio en su mirada, en la de los ojales de la bragueta, claro. Pensamiento que se agudizó esta madrugada al escuchar dentro del armario un leve crujido de madera y el roce suave de un tejido con pinzas.

¿La percha era inocente? ¿Se estará arrastrando el pantalón en busca de una próxima víctima?

No me he atrevido a abrir la puerta del armario. 
Allá se las ventilen los inanimados entre ellos. Me dije.
Pues eso