La sombra (II): El duelo.
Santos Rejas Rodríguez
Mi abuela Martina no permitía la ociosidad. Si te veía tirado en un sofá te
lanzaba un dardo que llegaba hasta la médula. Y al: —abuela, estoy malo,
respondía: —de condición, malo de condición. El trueque del verbo estar
por el ser hacía mella. Y espabilabas.
El recuerdo me ha impulsado a levantarme del sofá y ponerme a escribir otra
escena de mi posible novela, negra. De La sombra que asombra…
«Anochecía cuando entró en mi consulta. Chaqueta de lino azul noche, camisa
tan blanca como sus dientes y el ego hinchado como un globo de feria. Era «el
consejero delegado», el emperador de un imperio de cristal. Un imperio que
ahora se desmoronaba.
No había venido en petición de consejo. Mucho menos de terapia. Hablaba de pérdida. De traición. De caída. Encendí
la lámpara de luz tenue, abrí la libreta y empecé a escribir.
»Autoestima en exceso, confianza desbordada y narcisismo. Del que necesita
a los demás para sostener su imagen. Creía que el mundo giraba por su voluntad.
Que los otros existían para confirmar su grandeza. Y ahora, tres socios —hasta
hacía poco satélites en su órbita— lo habían empujado al borde del abismo.
Perdía no solo un cargo: era su identidad. Y toda pérdida acarrea la
mochila de un duelo…
Dicen que el duelo tiene cinco fases. Pero en tipos como él, no todas hacen
acto de presencia. Algunas se disfrazan, otras se esconden. Otras explotan. La
primera que vi: negación. Una negación rotunda, enfática, casi teatral. En su
cabeza, el poder todavía le pertenecía. Negaba la traición, negaba los hechos,
negaba la posibilidad de que alguien pudiera ocupar su lugar.
Le siguió la ira, claro. Y no una ira silenciosa, sino volcánica. Sus
socios eran “ingratos”, “mediocres”, “cobardes”. La venganza flotaba en su voz
como una promesa.
—No saben con quién se han metido —dijo con los dientes apretados.
¿Aceptación? Tal vez nunca llegue. A lo sumo, aceptará la derrota
como si fuera un sacrificio noble. No por reconocimiento del fracaso: el
narcisista no cae, se retira. No pedirá ayuda… sí podría aceptar una propuesta,
si va vestida de estrategia».
Cuando se fue, no miró atrás. Salió con la misma altivez con la que había
entrado. Yo sabía que su mundo se agrietaba por dentro. Que el emperador, en su
trono dorado, empezaba a sentir el frío del mármol. Y en el fondo, me dio pena:
no hay nada más trágico que un hombre que solo se ama cuando lo aplauden.
Regreso a mi sofá. -Abuela, la bronquitis cabrona (sic), está en franco
retroceso. Solo voy a hacer una pausa y seguiré con la historia. Y mi abuela sonríe.
Para adentro. Y me envía un beso que me sabe a gloria.
Pues eso.
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