viernes, 18 de julio de 2025

Estic fins als collons de tots vosaltres

 

Estic fins als collons de tots vosaltres

(Cuando votar deja de ser un acto de esperanza y se convierte en un deporte de riesgo o de venganza democrática).

Santos Rejas Rodríguez

No tengo «míos», ni partido, ni siglas, ni político al que le compraría un coche de segunda mano.  Dentro de la fauna política nacional, ninguno me representa. El espectáculo político solo ofrece dos géneros posibles: la tragicomedia o el thriller de corrupción con final abierto.

Hay algo entrañable en la capacidad que tienen los grandes partidos para competir en indecencia con la mayor naturalidad. Se acusan mutuamente de robar mientras nos explican, con gesto de dignidad ofendida, que ellos al menos no se llevaron tanto. Qué alivio. Es como si en un juicio el acusado dijera: —Vale, robé, pero menos que el acusado anterior. Y la sala de vistas aplaudiendo.

Llevan décadas turnándose el país como si fuera un sofá, heredando escándalos, cambiando eslóganes y manteniendo la misma colección de trajes para el telediario.

En las últimas elecciones voté nulo. No por desinterés, sino como acto simbólico. Como quien lanza una botella al mar, esperando que alguien la lea y diga: «alguien ahí fuera ya no compra entrada para este circo». Fue mi forma de decir: conmigo no contéis. Ni para justificar este teatrillo, ni para hacer bulto en la foto.

Para las próximas elecciones, sean cuando sean, la tentación está ahí. Una vocecilla me susurra: —¿Y si votas solo para joder? Sin fe, ni ilusión, ni creencia de que el cambio es posible queda el puro despecho democrático. El voto de hartazgo. Como lanzar una piedra al escaparate solo para ver cómo suena el cristal roto.

E insiste la vocecilla cabrona: —¿Y si tu voto sirve no para construir, sino para desmontar? Para estropear pactos, para torcer encuestas, para colar una pieza que haga ruido en su engranaje oxidado. Imagina a un Tezanos revisando los resultados y que, sorprendido, diga: «¿Y este voto de dónde ha salido?».

—De mí, majo. Porque si ya no puedo cambiar nada, al menos que mi voto te moleste. Que te fastidie tu algoritmo.

No sé qué haré en las próximas elecciones. Pero sí sé una cosa: mi voto será una declaración de intenciones… o de hartazgo.





Y aquí lo dejo repitiendo el título que encabeza esta digresión, -ahora en español para aquellos que no hablen catalán en la intimidad- y que he parafraseado de la que soltó el Sr. Figueras a sus políticos antes de pirarse a Francia:

—Estoy hasta los cojones de todos vosotros.

Y, aprovechando la fresca, me voy al Retiro.

Pues eso.

domingo, 13 de julio de 2025

El psicólogo no me ayudó

 

El psicólogo no me ayudó

Santos Rejas Rodríguez

A veces esperamos que ir al psicólogo sea como tomar una pastilla: algo externo que soluciona nuestro malestar. Pero la terapia no funciona así.

Cuando una persona acude a un psicólogo lo hace con la esperanza de sentirse mejor, resolver sus conflictos o superar un malestar emocional. Se espera, de forma implícita o explícita, que el psicólogo "solucione" el problema, como si tuviera una varita mágica o un remedio que aplicar, sin que el paciente tenga que implicarse activamente en el proceso.

El psicólogo proporciona herramientas, apoyo y orientación.  La persona que acude tiene que comprometerse con el proceso, probar nuevas formas de actuar y esforzarse fuera de consulta. Con este escenario, al igual que en un entrenamiento físico, los resultados dependen en gran parte del trabajo personal. La psicología ayuda, sí, pero no sin el esfuerzo del paciente.

Criticar a un psicólogo por no haber “arreglado tu problema”  puede ser tan injusto como reprochar a un entrenador físico que no estás en forma cuando no has seguido el plan de entrenamiento ni has modificado tus hábitos.



Por supuesto, también existen diferencias entre profesionales, y no todos los enfoques ni estilos terapéuticos son igual de adecuados para todas las personas. Pero, antes de desacreditar a un psicólogo por la falta de resultados, sería justo preguntarte hasta qué punto estuviste implicado en el proceso, si hubo una buena alianza terapéutica y si se dio el tiempo suficiente para que el trabajo diera fruto.

En resumen: No se trata de que el psicólogo te cambie, sino de que te ayude a cambiar y, ten muy claro,  que el camino del cambio lo tienes que recorrer tú. O como yo decía a mis pacientes: «te enseñaré cómo construir una pirámide, pero las piedras las tienes que acarrear, y colocar, tú».

Pues eso.

 Pd. Reflexión motivada por comentarios sobre terapia psicológica en reunión sociofamiliar acompañada de unas cervezas.

viernes, 4 de julio de 2025

La sombra (II): El duelo

 

La sombra (II): El duelo.

Santos Rejas Rodríguez

Mi abuela Martina no permitía la ociosidad. Si te veía tirado en un sofá te lanzaba un dardo que llegaba hasta la médula. Y al: —abuela, estoy malo, respondía: —de condición, malo de condición. El trueque del verbo estar por el ser hacía mella. Y espabilabas.

El recuerdo me ha impulsado a levantarme del sofá y ponerme a escribir otra escena de mi posible novela, negra. De La sombra que asombra

«Anochecía cuando entró en mi consulta. Chaqueta de lino azul noche, camisa tan blanca como sus dientes y el ego hinchado como un globo de feria. Era «el consejero delegado», el emperador de un imperio de cristal. Un imperio que ahora se desmoronaba.

No había venido en petición de consejo. Mucho menos de terapia.  Hablaba de pérdida. De traición. De caída. Encendí la lámpara de luz tenue, abrí la libreta y empecé a escribir.

»Autoestima en exceso, confianza desbordada y narcisismo. Del que necesita a los demás para sostener su imagen. Creía que el mundo giraba por su voluntad. Que los otros existían para confirmar su grandeza. Y ahora, tres socios —hasta hacía poco satélites en su órbita— lo habían empujado al borde del abismo.

Perdía no solo un cargo: era su identidad. Y toda pérdida acarrea la mochila de un duelo…

Dicen que el duelo tiene cinco fases. Pero en tipos como él, no todas hacen acto de presencia. Algunas se disfrazan, otras se esconden. Otras explotan. La primera que vi: negación. Una negación rotunda, enfática, casi teatral. En su cabeza, el poder todavía le pertenecía. Negaba la traición, negaba los hechos, negaba la posibilidad de que alguien pudiera ocupar su lugar.

Le siguió la ira, claro. Y no una ira silenciosa, sino volcánica. Sus socios eran “ingratos”, “mediocres”, “cobardes”. La venganza flotaba en su voz como una promesa.

—No saben con quién se han metido —dijo con los dientes apretados.


¿Negociación?  En su lugar, maniobras. Trucos viejos. Alianzas forzadas. Declaraciones de falsa retirada. Cada palabra olía a estrategia. El duelo, en él, negociaba con máscaras.

¿Aceptación? Tal vez nunca llegue. A lo sumo, aceptará la derrota como si fuera un sacrificio noble. No por reconocimiento del fracaso: el narcisista no cae, se retira. No pedirá ayuda… sí podría aceptar una propuesta, si va vestida de estrategia».

Cuando se fue, no miró atrás. Salió con la misma altivez con la que había entrado. Yo sabía que su mundo se agrietaba por dentro. Que el emperador, en su trono dorado, empezaba a sentir el frío del mármol. Y en el fondo, me dio pena: no hay nada más trágico que un hombre que solo se ama cuando lo aplauden.

Regreso a mi sofá. -Abuela, la bronquitis cabrona (sic), está en franco retroceso. Solo voy a hacer una pausa y seguiré con la historia. Y mi abuela sonríe. Para adentro. Y me envía un beso que me sabe a gloria.

Pues eso.