Humor, dolor…
Santos Rejas Rodríguez
Hace tres días murió mi madre.
No por esperada, menos sentida. No tenía enfermedad conocida. Únicamente años
vividos. Al filo de los noventa y nueve que hubiera coronado este próximo
abril. El de las flores, el del amor en primavera que eclosiona en nuevas vidas
entre diciembre, y febrero del año siguiente.
Mis hermanos y yo no
tenemos queja alguna. La hemos disfrutado más que la media de otros hijos. Ella
tampoco: la han sobrevivido todos sus hijos sin experimentar la pena incurable
de haber perdido alguno por el camino. Querida por sus nietos a los que ya les
disputaban el podio sus bizbietos, que vienen con fuerza ejerciendo sus derechos
del querer y que perpetuarán los genes y enseñanzas que nos ha dejado en
herencia.
La muerte de una madre no
por esperada deja de sorprenderte. Te deja sin aliento cuando llega,
desprotegido, en pañales, indefenso. Es preciso aprender la andadura sin su
mano protectora. Y ahí estamos. Eso sí, con el humor que nos caracteriza a
todos los hijos que parió, incomprendido para algunos pero que a nosotros nos
sirve para transformar las lagrimas en risas, de mejor deglutir. Nada más
expirar nuestra madre, una de sus nietas, en el momento de darle el beso de
despedida, se apoyó sobre el cabecero de la cama articulada que, brusca y
ruidosamente, tomó la posición horizontal. Su padre la reconvino con cariño:
¡Hija, has dado a la yaya un susto de muerte!
Y en la cena de hermanos,
tras la despedida en su nuevo lugar de reposo, sabiendo que ella presidía la
mesa, y que nos estaba diciendo. ¡qué locos estáis todos! recordando la anécdota,
nos reímos hasta las lágrimas. Lagrimas agridulces de humor y dolor. Y de amor,
de mucho amor.
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