sábado, 14 de junio de 2025

Bodas, entierros y gambas

 

Bodas, entierros y gambas

Santos Rejas Rodríguez

Era una tarde de esas en las que Madrid se despereza con desgana y las terrazas se llenan de tipos y tipas que aún creen en las conversaciones largas y el vermú con sifón. Estábamos en Lavapiés, aunque eso poco importa. Lo que cuenta es que la compañía era buena y la temperatura, mejor. Y justo cuando nos traían la primera ronda, mi colega —amiga de tiempo, de esas con los que uno ya no necesita fingir— me lanzó la pregunta que otros esquivan por cortesía o qué sé yo:

—¿Por qué no vas ni a bodas ni a entierros?

Sin prisa. Teníamos tiempo. Ella lo sabía. Respondí mirando el hielo que flotaba en mi copa, como si ahí se leyera algo importante.

—Mira, colega… Hubo un tiempo en que sí iba a bodas. Incluso me ponía traje. Aguantaba el vals y hasta sonreía en las fotos. Pero me pasaba algo raro. —Hice una pausa, más para ver si las gambas venían ya que por efecto dramático—. No podía evitar calcular cuánto durarían juntos los recién casados. Era automático. Los miraba y decía: «estos tres años, con suerte cuatro». A algunos mucho menos. Veía que su vida en pareja sería tan fugaz como los amores eternos. Y acertaba tanto que empecé a darme miedo. Era como el reloj de arena de los matrimonios. Así que dejé de ir.


    La segunda ronda llegó con las gambas. De cada plato compartido esta amiga se zampa el sesenta y yo me quedo con el cuarenta. Lo asumo. Pero con las gambas… las gambas son otra historia. Si me despisto hablando, me quedo en el veinte por ciento. Y no estaba dispuesto. Así que la segunda respuesta fue más breve.

—¿Y los entierros? 

Me chupé los dedos, me tomé un trago de vermú y me encogí de hombros.

—Una vez le oí contar a Hitchcock —un tipo de los que ya solo quedan en los bares con suelo de serrín— que cuando en su grupo se moría alguien, los que quedaban iban al entierro. Y al último de la fila, al más viejo, siempre le preguntaban en voz baja: «¿De verdad te merece la pena volver a casa?».

—Desde que escuché eso, entendí todo. No voy a entierros porque prefiero no estar nunca al final de esa fila.

Mi amiga no dijo nada. Me miró, peló otra gamba y la empujó hacia mi lado del plato. Un gesto raro en ella. Tal vez entendía. Tal vez no.

Pero ese día gané en el reparto. Y no solo de gambas.

Nota: Los amantes de novela negra habrán detectado un cierto tufillo en el color del relato. Es que estoy escribiendo una novela negra... tramas y negocios entre poderosos y tal. Ya veremos como sale. Muac.

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