viernes, 27 de junio de 2025

La sombra que asombra

 La sombra que asombra

Santos Rejas Rodríguez

En estos últimos diez días en los que me han visitado intensos golpes de tos, dolores corporales multivariados y febrícula no medida, he aprovechado las pausas para elaborar el germen de una posible novela y distraer a los achaques.

El tema girará en torno a un hombre de mediana edad. Inteligente y estratega. Con una mente afilada y un desprecio sutil hacia quienes no están a su altura. Autoconcepto a juego. Modales elegantes, voz medida, y una mirada que examina a los demás.

Decide fundar su propia empresa y escoge como socios a tres conocidos de confianza. Sabe que no le harán sombra. Los considera útiles, manejables. Él pone el cerebro, ellos obedecen. La empresa nace. Todo parece estar bajo control... hasta que se entera de que fue nombrado consejero delegado gracias a gestiones ocultas que hicieron sus socios y que lo pusieron en el centro para que no se fijara en los bordes.

¿Cómo le afectará psicológicamente el descubrimiento?  Tiene un autoconcepto inflado acompañado de rasgos narcisistas y una autoimagen altamente idealizada.

Su esquema mental: «soy el mejor, he llegado aquí por méritos propios». entra en conflicto con la realidad, genera una disonancia cognitiva intensa y se produce lo que Freud llamó una herida narcisista: golpe al ego y sentimiento de humillación. Descubre, además, que no tenía el control que creía tener sobre su entorno ni sobre su posición. Descubrimiento que suele generar ansiedad, paranoia y resentimiento-

Por su estructura de personalidad la deriva probable es que reaccione con desdén, ira o desprecio hacia sus socios y entorno, que intente reafirmar su control de forma autoritaria y trate de reconstruir su autoconcepto exagerando sus méritos o minusvalorando a los otros.

En su intimidad ya no duerme bien. Tiene pesadillas con tableros de ajedrez en los que siempre le hacen jaque mate.

Pretende ser una novela negra de tensión psicológica y ritmo afilado, donde nadie es inocente, todos tienen algo que ocultar y que explore la fragilidad del ego, el precio del poder y la línea difusa entre la inteligencia y la paranoia. 

Ambientada en un Madrid frío y sofisticado, sus personajes se mueven entre despachos gubernamentales, clubes privados y callejones morales sin salida.

Ya les contaré. Quizás cuando me reponga del todo, me abandone la tos impertinente y regrese a las tareas habituales, el cajón de los propósitos que nunca se cumplen crezca.

Pues eso.


sábado, 14 de junio de 2025

Bodas, entierros y gambas

 

Bodas, entierros y gambas

Santos Rejas Rodríguez

Era una tarde de esas en las que Madrid se despereza con desgana y las terrazas se llenan de tipos y tipas que aún creen en las conversaciones largas y el vermú con sifón. Estábamos en Lavapiés, aunque eso poco importa. Lo que cuenta es que la compañía era buena y la temperatura, mejor. Y justo cuando nos traían la primera ronda, mi colega —amiga de tiempo, de esas con los que uno ya no necesita fingir— me lanzó la pregunta que otros esquivan por cortesía o qué sé yo:

—¿Por qué no vas ni a bodas ni a entierros?

Sin prisa. Teníamos tiempo. Ella lo sabía. Respondí mirando el hielo que flotaba en mi copa, como si ahí se leyera algo importante.

—Mira, colega… Hubo un tiempo en que sí iba a bodas. Incluso me ponía traje. Aguantaba el vals y hasta sonreía en las fotos. Pero me pasaba algo raro. —Hice una pausa, más para ver si las gambas venían ya que por efecto dramático—. No podía evitar calcular cuánto durarían juntos los recién casados. Era automático. Los miraba y decía: «estos tres años, con suerte cuatro». A algunos mucho menos. Veía que su vida en pareja sería tan fugaz como los amores eternos. Y acertaba tanto que empecé a darme miedo. Era como el reloj de arena de los matrimonios. Así que dejé de ir.


    La segunda ronda llegó con las gambas. De cada plato compartido esta amiga se zampa el sesenta y yo me quedo con el cuarenta. Lo asumo. Pero con las gambas… las gambas son otra historia. Si me despisto hablando, me quedo en el veinte por ciento. Y no estaba dispuesto. Así que la segunda respuesta fue más breve.

—¿Y los entierros? 

Me chupé los dedos, me tomé un trago de vermú y me encogí de hombros.

—Una vez le oí contar a Hitchcock —un tipo de los que ya solo quedan en los bares con suelo de serrín— que cuando en su grupo se moría alguien, los que quedaban iban al entierro. Y al último de la fila, al más viejo, siempre le preguntaban en voz baja: «¿De verdad te merece la pena volver a casa?».

—Desde que escuché eso, entendí todo. No voy a entierros porque prefiero no estar nunca al final de esa fila.

Mi amiga no dijo nada. Me miró, peló otra gamba y la empujó hacia mi lado del plato. Un gesto raro en ella. Tal vez entendía. Tal vez no.

Pero ese día gané en el reparto. Y no solo de gambas.

Nota: Los amantes de novela negra habrán detectado un cierto tufillo en el color del relato. Es que estoy escribiendo una novela negra... tramas y negocios entre poderosos y tal. Ya veremos como sale. Muac.